Tan machito y hampón que parecías con tu exuberante cresta roja, tu parada desafiante y tu canto bien plantado que se reconoce a la legua. Nunca perdiste una riña en Mosconi y con tu pico de acero le causaste más de una alegría al gaucho que midió la moneda entre el vino y la apuesta. Y cuando volvías a casa, hasta los perros más bravos de los vecinos parecían hacerte reverencias.
No se explica qué te pasó, Cleto viejo y peludo no más, pero hasta te convertiste en otro chivo expiatorio del fin del mundo. Sabrás que tu dueña, doña Gladys Paredes, estuvo a un pelito de hacerte girar el cogote para siempre por miedo a que seas un enviado del Maligno; para tu suerte, el marido de doña Gladys, el estimado don Horacio Arias, le frenó la mano al vuelo y dejó que siguieras haciendo de las tuyas.
Ya está, no hay dudas: el veterinario dijo que tenés todo lo que hay que tener para ser un gallo hecho y derecho y nadie le discute; te conocemos, che. Y ya sabemos que en la variedad está el gusto, que quizás te habrás cansado de tanta gallina querendona, pero esto es demasiado. Cleto, hermano, los gallos no ponen huevos. El país se ocupa de vos. ¿Querés que hablemos de eso?